miércoles, 3 de noviembre de 2010

EVOCACION DE INFANCIA

No sé por qué a determinada edad se nos presenta el pasado de manera casi recurrente.
Nuestro ayer, esos primeros pasos que recordamos entre tinieblas, pero que después, si agudizamos la memoria, descubrimos cómo fue todo o casi todo explicándonos en cierta medida el “hoy”.
En realidad uno siempre remite al pasado para entender el presente, o será esa necesidad del hombre de observarse, de evocarse en otro tiempo donde el modo de sentir el mundo era menos complicado, mas pequeño, pero un mundo de ojos grandes intentando atrapar el futuro.
Entre todos los correos que intercambiamos con amigos, surgió un día el tema de la comida, pues al haber emigrado, me sedujo la idea de comentar las nuevas costumbres de éste país.
No sabemos bien cómo sucedió, pero éste fue el tema común que nos permitió remontarnos a la infancia casi sin quererlo.
Contando cada uno sobre sus raíces y recetas deliciosas tradicionales, aparecieron esos personajes familiares infaltables en todo recuerdo bienavenido. Madres, padres y abuelos principalmente, haciendo de la cocina un lugar donde la magia se hacía realidad, un espacio compartido, un sinfín de aromas y sabores reconfortantes.
Esta grupal memoria emotiva nos permitió transportarnos, con solo cerrar los ojos, a ese tiempo y hoy nos hace felices. La sonrisa se hizo plena y nuestra mente se abrió a otra dimensión que ya fue, pero que sigue siéndolo aún, un bagaje personal de experiencias únicas.
No ha de ser casualidad que este acto al parecer automático pero tan placentero de llevarse el alimento a la boca, haya desencadenado una avalancha de recuerdos infantiles.
Seguramente porque ese niño que fuimos sigue escondido en algún lugar de nuestra nueva estructura, porque ése que nos tocó ser sigue vivo y afortunadamente no quiere morir.
Si pensamos bien no era solo “la comida del día”, sino el recuerdo del entorno, el movimiento familiar, las conversaciones, la sobremesa. En pocas palabras el simple hecho de compartir la vida, nada tan grande como eso.
Recuerdo a mi abuela, ésa que ya no está porque partió al infinito hace muchos años, pero que sigue presente en la evocación de esa primera etapa de mi vida tan querida.
Mi abuela Josefa era maga, si, aunque no había estudiado sobre magia y no era la amiga de Harry Potter haciendo de las suyas. Ella era capaz de inventar palomas, vestir a mis muñecas y hacer del aire un lugar cálido y placentero con su sola presencia, y juntas éramos capaces de volar alto con la seguridad de no caernos.
Era una artista en llevarme a cabalgar con caballos imaginarios, que al galopar, me convertía en un verdadero jinete y la risa inundaba la casa entre juegos y besos.
Sabíamos convertir un árbol de ciruelas en aviones veloces atravesando los cielos de mi infancia y de su adultez, jugando ella con su niña interior y con mi niñez al alcance de sus manos. Ataques con ciruelas bomba acertándose en una bolsa para repartir a los vecinos, y la felicidad era la reina y el amor infinito.

Sus recetas eran magistrales, no solo por las delicias que era capaz de crear, sino por el sentimiento amoroso de ocupar toda una mañana en la preparación de aquello tan preciado para ella: “su arte”.
Es imposible que tanto afecto y dedicación quede perdido en la memoria, solo basta con “volver a ser una niña” y verla con su delantal cocinando pastas increíbles, dulces gloriosos y su risa clara de satisfacción sumada a un sinfín de abrazos y caricias. (como quien pone en tus manos un tesoro invalorable, y en un acto de ilusionismo entrega lo mejor de manera simple y sentida. Un asombro que me niego a perder.)
Cómo la extraño!!!. Cuántas veces he querido volver a verla frente a mí con sus inmensos ojos color esmeralda atravesando los míos. Ese fluir del cariño en torrentes, y sus manos en mi pelo haciéndome sentir segura, querida.
La necesito, pero ya no quedan dudas que sigue conmigo, muy cerca del alma, muy cerca de mi vida.
Hoy mirando fotos de aquellos tiempos me reconozco en las facciones, me siento, vuelvo a mi.
Vuelvo a andar en bicicleta, a la huerta de mis abuelos paternos, al color naranja de sus frutas y al sabor de uvas blancas elegidas para la reina de la casa los domingos de mañana.
Vuelvo al sol radiante de “mi niña” y a la risa desbordada de mi tía Pilar; a los zapatos talla 37 de mi tía Ester jugando a ser la maestra que logré ser.
He sido feliz. Grandiosa infancia plagada de colores, canciones infinitas; una madre meciéndome bajo un hall una noche de reyes de mis dos años. El calor de sus brazos, escucho su canción, me recuerdo protegida, esa contención que se extraña con los años.
Me veo chiquita, muy chiquita y poderosa ante el mundo, y ya no importa cuántos golpes me propinó la vida sin pedir permiso. El evocarme feliz me hace feliz.
Pienso cuánto amor hubo en mi vida, y que dichosa soy de tener a los que tuve y tengo.
Cuánta transmisión de sentimiento para volver a darlo, para que no se cierre nunca ese círculo necesario para vivir.
Vuelvo a creer que siempre algo del pasado nos redime en el presente, capitalizar estos momentos nos hace grandes, y la soledad y el sentimiento de estar desprovistos se esfuma como se nos escapa de las manos ese amor que no fue.
INFANCIA: dónde te quedaste?; en que esquina te perdiste de mis pasos?.
Cómo hacer para volver a vos por un instante y jugar, hasta quedarme rendida, feliz, dormida en los brazos de mi abuela?.
He tocado el cielo con las manos, mi niñez ha sido el cimiento de la mujer que soy.
Gracias, Vida.

A MIS ABUELOS, HACEDORES DE SUEÑOS, TRASMISORES DE AFECTO Y GENEROSIDAD.